30 junio, 2019

Cuando uno se rompe promesas

La última entrada, de hace tres años, está directamente relacionada con todo lo que viene a continuación. Es del momento exacto en que todo se fue a la B y probablemente algún día me atreveré a relatar ese momento sin la rabia y la angustia que hasta el día de hoy me produce.

Después de 3 años sin escribir, da la sensación abrumadora de que no hay nada interesante que decir, nada que contar y se te revuelve el estomago pensando que las palabras ya no salen, que las ideas en tu cabeza ya no están tan ordenadas o claras como te gustaría,pero luego te detienes a pensar y te das cuenta de que es solo eso, una sensación de segundos. No es tan real.

No sé bien si el miedo me venció o yo a él, pero pareciera que debo contar la historia para saber qué es lo que pasó realmente, para que de verdad se note que he estado pensando al respecto o simplemente, para una vez más, sacarlo del sistema.

El resumen es simple. La última vez que alguien me leyó, tenía 25, era semifrentona, pololeaba y estaba en medio de mi tercera carrera. Hoy tengo 29 años, soy frentona completa, estoy soltera, trabajo de Psicopedagoga, no tengo hijos y dudo que quiera tenerlos algún día. También estoy viviendo en Rancagua y me he abanderado completamente con la filosofia de "todo me importa un pico". No de forma intencionada, sino que desde el fondo del alma des-complicada.

¿Cómo llegué a esto, si hace unos años, en este mismísimo blog, en una entrada ya eliminada, juré y re juré que jamás volvería a Rancagua?

Me lo pregunto cada mañana.
Verán. La respuesta es sencilla, pero cuesta creer que lo sea si todo terminó de forma tan inesperada. 


A veces, uno cree que quiere cosas porque el resto te hace creer en esas cosas. Sé que es injusto culpar a los otros de mis acciones y decisiones, pero el componente social, a medida que una mujer se acerca a los 30, solo pone todo cuesta arriba.

"No te estás haciendo más joven". Cuantas veces oí eso. "No me estoy haciendo más joven para casarme, para tener hijos, para buscarme un buen hombre que me dé todo eso eso que algunas sueñan. No me estoy haciendo más joven ni más bonita". Eso lo repetía como discurso aprendido, en un loop infinito en que cada día que pasaba me lo creía por completo, alimentaba esa idea como si la vida realmente dependiera de ello, sin saber, sin siquiera sospechar lo equivocada que estaba, sin saber que realmente no necesito a nadie para tener eso con lo que sueño.

A Cristóbal lo conocí desde chica. Eramos vecinos, vivíamos a un par de casas y él a veces iba a la mía a jugar Nintendo con mi hermano mayor, "el niñito garabatero". Luego, cuando entre a Kínder en el Colegio Coya, en Rancagua, fui compañera de su hermana menor. Así fue hasta sexto básico, año en que me cambié de colegio y no supe nunca más de nadie que tuviera que ver con ese colegio.

Pasó el tiempo y la llegada de las redes sociales hizo que la conectividad, incluso con personas que importaban una soberana caca, se hiciera más sencilla. Así fue como, siguiendo a su hermana en Twitter, llegué a él. La historia es simple, lo seguí, me siguió, empezamos a conversar y todo se dio de forma completamente natural, o casi.

Me gustaba. Me gustaba que fuera preocupado, que fuera un caballero. Me gustaba por todas las cosas que a una chiquilla le pueden gustar en un hombre, incluso por la sensación de dificultad que se da tan ridículamente en el periodo de "conquista". Me gustaba y yo le gustaba. Esa era lejos la mejor parte.






No hay comentarios.:

Publicar un comentario