02 julio, 2019

Octubre.

Me gustaba y yo le gustaba. Esa era lejos la mejor parte.

Empezamos a salir en octubre. Me dijo que le gustaba después de unas semanas de conversaciones telefónicas que duraban toda la noche, donde nos reíamos, hablábamos de programas que nos gustaron de chicos y nos contábamos secretos. Me dijo que le gustaba una noche luego de darse muchas vueltas. Sentía el nerviosismo en su voz, en lo que decía sin decir nada, en los silencios.


Me gustaba también. 



En diciembre me dijo que no quería nada serio, que no tenía tiempo, que no podía estar con nadie. Le dije que dejara de preocuparse. "Di lo que quieras, pero nosotros no solo vamos a terminar pololeando. Nos vamos a casar". Así de segura estaba con él. Es que cuando lo sabes, lo sabes no más. Después de un mes me dijo que quería estar conmigo, que quería pololear, pero que me lo iba a preguntar en el momento indicado, en el momento perfecto, en el lugar perfecto. Nunca entendí a que se refería con eso.

Ya en febrero no solo nos gustábamos, sino que nos queríamos. Me miraba como si yo fuera única, como si nunca hubiese visto nada igual en toda su vida y, a decir verdad, así me hacía sentir. Fuimos al estadio con su mejor amigo y sentados ahí, en la tarde brillante y calurosa, uno al lado del otro, le escribí por Whatsapp si quería pololear conmigo.

Me respondió, también en un mensaje, que si.
Era 1 de febrero de 2013 y hacía un calor de la real mierda, pero eso ya no importaba.